Elena Guilleuma, en uno de sus viajes a la India. Fotos por cortesía de ella misma |
En un mundo plagado de redes sociales y fotos de Instagram, viajar a la India es sinónimo de reconectar con uno mismo, de huir de todo el caos del día a día. Elena Guilleuma, abogada de profesión y afincada en Madrid, tenía el sueño de viajar a ese país de contrastes. Lo cumplió a lo grande, viajando dos veces para hacer voluntario. ¿Qué tendrá ese país que enamora?. Elena trata de ayudarnos a descubrirlo
¿Por qué escogiste la
India para hacer tu voluntariado en vez de otros países o España mismamente?
Ya había hecho
otros voluntariados en España, pero desde muy pequeña la India siempre había
sido mi debilidad, mi gran ilusión. Cada vez que alguien me preguntaba cuál era
mi gran sueño, yo siempre respondía lo mismo… Viajar a la India. Me había
imaginado mil veces cómo sería ese mundo que describía el libro de Dominique
Lapierre en “La Ciudad de la Alegría” y tenía ganas de descubrirlo
por mí misma.
Para
mis padres era una locura eso de irme al otro lado del mundo, y lo más difícil
para mí fue convencerles de que me dejaran ir. Cuando cumplí 18 años trabajé
todo el verano para ahorrar algo de dinero y empecé a investigar sobre cómo
podría ayudar ahí. Cuando conseguí tener todo preparado, hablé con ellos para
venderles mi gran aventura y aunque con alguna reticencia por su parte, en
septiembre de 2011 estaba en un vuelo camino a Calcuta.
¿Qué es lo que
hiciste allí?
En Calcuta las
Hermanas de la Caridad han formado distintos centros y en cada uno de ellos
agrupan por edades y sexos a los enfermos. Yo colaboré en varios de los centros
que tienen las Misioneras de la Caridad.
El primer año estuve
en un centro que acoge a niñas discapacitadas que han sido abandonadas por sus
familias. Nuestras funciones eran desde enseñarles matemáticas, los números o
los animales, hasta darles de comer, bañarlas, o jugar con ellas, pero
sobretodo, nuestra misión principal era hacerlas sentir queridas, importantes. Por
las tardes iba a Kalligath, el hogar de los moribundos. Ahí lavábamos ropa, les
dábamos de comer, clasificábamos medicamentos, o simplemente les acompañábamos.
El segundo año tuve
la oportunidad de colaborar en el orfanato, que aunque tenía la impresión de
que sería lo más bonito, sin duda fue de las experiencias más complicadas que
viví ahí.
Suelo tener la
costumbre de viajar siempre con un diario, y así es cómo describía mi primer
día:
“A las 8 am, a tan solo dos manzanas de la casa
madre, llegamos a Sishu Bhavan. Subí las escaleras hasta el tercer piso. El
primer impacto fue olfativo ya que el olor a desinfectante es muy
característico. El segundo impacto fue visual, pues al entrar en la sala,
observé además de una larga hilera de cunas de metal, una colchoneta en el
suelo repleta de niños rechazados y no queridos. Casi todos tumbados ya que por
sí solos no se sostienen sentados y tampoco gatean. Muchos no articulan sonido,
otros ni gesticulan. Caras deformadas, miradas perdidas a causa del autismo.
Piernas y brazos atrofiados.
Me quedé en shock, se me hizo difícil dar un paso.
Sólo veía al resto de voluntarias sentadas en la colchoneta jugando con los
niños.
No hablaba, no reía, no pensaba; sólo sentía.
Sentí el sufrimiento de esas pobres criaturas, sentí el dolor de sus llantos y
de sus huesos, sentí su soledad y su abandono.
Me he sentido totalmente impotente, incapaz, no
sabía cómo calmarles, cómo ayudarles. Estaba perdida.
Aun así, he podido sentir el amor que hay en esas
cuatro paredes, la gratitud de sus miradas, la grandeza de la entrega de las
sisters que no se despegan de su lado, su vitalidad, el cariño con el que les
cuidan, su felicidad por ser queridos, cuidadosamente vestidos y alimentados.
Al final del impactante primer momento, he
conseguido cogerles en brazos, acariciarles, cambiarles el pañal e intentar
jugar con ellos. A duras penas les conseguía dar de comer.
Pienso en lo afortunados que son porque han caído en
manos de unos ángeles que dan su vida por ellos. He comprendido que son ricos y
no pobres. Tienen a alguien a quien le importan.
Hoy ha sido duro, bastante duro.
He palpado la necesidad de la gente en las caras de
esos niños. He respirado ansias de amor, he tocado la soledad y el dolor. Pero
todo ello, la tristeza, la soledad, el dolor, se viste en tonos azules y
blancos que lo envuelven de esperanza y amor, de paz y de alegría.
Aquí me brillan los ojos todos los días porque veo
vida delante de mí”.
¿Cuánto tiempo
estuviste?
El primer año me fui
tres meses ya que estaba en la universidad y las vacaciones eran algo más
largas. La segunda vez, como estaba trabajando, tan solo me pude ir 15
días.
Si por mi fuera
volvería una y mil veces, pero lo “malo” de vivir en un mundo “civilizado” es
que no somos inmunes a todas las enfermedades que hay ahí. En los dos viajes
que he hecho a Calcuta he acabado muy enferma, de hecho la segunda vez estuve
casi todo el tiempo en el hospital. Por este motivo, he tenido que asimilar que
no se trata de volver, sino de hacer de mi mundo “mi propia Calcuta”.
Elena y otros voluntarios, jugando con niños de la India. Fotos por cortesía de la propia Elena. |
¿Fuiste con alguna
ONG? ¿Con cuál? ¿Por qué esa?
Fui con las
Misioneras de la Caridad. Son sin duda una de las mayores organizaciones a
nivel mundial en temas de voluntariado. Ya colaboraba con ellas en España y en
Calcuta está la casa madre, donde comenzó todo el proyecto de la Madre Teresa.
Había leído mucho sobre ellas y su trabajo ahí es espectacular. A pesar de la
suciedad de las calles, ellas conservan sus hábitos blancos como si fueran
ángeles, siempre están sonrientes y lo que más me llamó la atención, es que a
pesar de ser una congregación católica, acogen a voluntarios de todas las
religiones. Es precioso pensar que no hacen distinción sobre raza, religión,
cultura… ellas sólo intentan transmitir amor. Son tremendamente respetadas por
la sociedad de la India y la población está constantemente agradeciendo la
labor que hacen.
¿Por qué consideraste
que era el momento de hacer voluntariado?
Voluntariado ya hacía
y sigo haciendo. La decisión de irme a Calcuta la tomé porque sentí que
era el momento adecuado. Contaba con el tiempo y la oportunidad de viajar sin
tener responsabilidades como una familia o trabajo. Es cierto que el voluntariado
no distingue de edades, de hecho los demás voluntarios que conocí en la India
eran desde jóvenes de mi edad hasta personas de 70 años, familias, grupos de
amigos, matrimonios… pero sin duda creo que hacer voluntariado de joven es de
lo más enriquecedor, ya que en cierto modo “forjas” tu carácter y sientas las
prioridades de tu vida.
¿Habías ido a algún
sitio antes?
Había hecho distintos
voluntariados en España, pero nunca fuera. Después de Calcuta también he
colaborado en Portugal y en Nueva York.
¿Qué es lo que más te
llamó la atención de la India? Y ¿qué es lo que más te desagradó?
Me impactó la sonrisa
constante de los que no tienen nada. Parece contradictorio en sí mismo, pero no
tienen nada y lo tienen todo. Todos ellos tendrían mil motivos para estar
tristes o desesperanzados. Sin embargo, son felices.
Me desagradaron
ciertas situaciones ante las que te sientes impotente. Me duele ver a una madre
con cinco bebés durmiendo en la acera de la calle y ver como se mueren sus
hijos porque nadie les atiende en un hospital, y sin embargo yo, por ser
occidental y tener un seguro médico, tener la posibilidad de que me atiendan
antes que a cualquiera.
¿Tenías miedo?
Supongo que en cierto
modo sentía miedo a un mundo desconocido. Hay que tener en cuenta que todo lo
que sabía de Calcuta era lo que había podido averiguar de blogs donde escribían
otros voluntarios y de páginas web donde la gente dejaba sus impresiones y
recomendaciones, pero no hay una organización que lo planifique, de hecho no
hay ni teléfonos para reservar una habitación de hotel. Sin embargo, iba con
tanta ilusión que creo que no era consciente del miedo o del riesgo. Era la
aventura de mi vida y mis ganas superaban cualquier otra cosa que pudiera
sentir.
¿Qué sentiste al
llegar allí?
Toda la ciudad es
una fiesta para los sentidos. Necesitas estar ahí para poder ver, oír, oler y
tocar esas manos de la gente… es indescriptible.
Calcuta es vida,
son impulsos, sentimientos encontrados, una lucha constante con uno mismo, una
lucha con el mundo, una batalla constante por intentar entender, por querer
entender.
Creo que la mejor
manera de contestarte a esta pregunta es con lo que escribí el primer y el
último día en mi diario.
5 de septiembre de
2011:
En las calles, de nuevo ese silencio que grita por
sí solo. Hay un vertedero en el que prácticamente no se puede respirar, mucha
humedad, y gente en el suelo todavía durmiendo. Por el camino y mientras
sorteábamos unas cuantas ratas que cruzaban de un lado a otro de la calle, me
daba cuenta de la pobreza absoluta en la que viven. El afortunado que se puede
permitir tener un tenderete con cuatro tablas de madera para vender carne o
fruta podrida, duerme encima de esa misma tabla. Cuando está oscuro no sabes si
las sombras son árboles o cuerpos tirados en el suelo… tenía que abrir y cerrar
los ojos varias veces para creer que esto realmente era así…
Cientos de ricksaws apostados en medio de la calzada
esperando a un cliente que no llega. Muebles antiguos reposando en las aceras
levantadas mientras la gente lava en plena calle su ropa. Taxis amarillos
colocados en hilera y olor a curri, suciedad, polvo y basura.
Hombres y niños se lavan en los charcos. Otros
enjabonan su ropa y la frotan sobre el asfalto, ajenos a la basura que se
arremolina en cada rincón. Hombres deambulando de un lado al otro. Niños
trabajando a pleno sol, gente preparando el desayuno en amplias perolas al aire
libre o gente que simplemente vive o sobrevive. Y qué decir de los carniceros
que exhiben a la intemperie su mejor género: carne amarillenta y maloliente con
moscas, que apenas puede superar el rigor de las altas temperaturas. Gallinas
vivas en jaulas enanas. Y más carne. Y peor olor. Y a dos pasos, vertederos
públicos de grandes dimensiones, perros callejeros compitiendo con los cuervos
por un puñado de desperdicios putrefactos y entre toda esta inmundicia, indios
rebuscando en la basura. Y otra vez ese olor, y otra vez ese caos. Sólo el
colorido de la fruta que adorna la calle y las sonrisas de los niños, sirven
para relajar los sentidos.
Olvidé aquel apelativo, “ciudad de la alegría”, y
que parece una contradicción en sí misma. Con la sensación de que el tiempo
pasa volando y con la necesidad de aprovechar cada mañana como si fuese la última,
suena la alarma a las 5 am y me dirijo camino de mother house. Tras la misa de
las 6 am nos reunimos en la sala de los voluntarios. Inglés, francés, coreano,
japonés... idiomas de todos los rincones del mundo durante el desayuno que nos
ofrecen todas las mañanas las sisters. En este ambiente pronto experimento la
riqueza y la discrepancia de opiniones, de inquietudes y razones que a cada uno
nos traen a la cuidad de la alegría. Sin embargo, todos llegamos con ansias de
búsqueda. Desde la búsqueda de nuevas experiencias, hasta la búsqueda
desesperada de uno mismo o de paz interior. Buscamos dar para encontrar, verdad
para creer y felicidad para vivir.
Elena y un joven indio. Fotos por cortesía de la propia Elena. |
16 de agosto de 2014
“Ultimo madrugón, que cuesta menos con eso de pensar
que va a ser el último y cuesta más por el mismo motivo.
¡Calcuta, bendita medicina!
Después de despedirme de muchas de las caras que he
ido conociendo a lo largo de estos días, cogíamos el bus a Kallighat (hogar de
los moribundos), al hogar donde a pesar de la muerte, se respira paz. Nada más
entrar he visto a la paciente de la cama 32. He descubierto su nombre, se llama
Shila. Estaba muy mal, ha empeorado rápido. Me he quedado como paralizada
delante suyo, hasta que una sister, como un ángel se ha acercado y me ha dicho:
“por lo menos, que muera con dignidad”. Y con un barreño y trapos la hemos
lavado juntas, con cuidado, con cariño. Después sólo la he acompañado, he sido
incapaz de moverme en 5 horas de su lado. Quizá será porque a mí también me ha
tocado pasar sola momentos de enfermedad, y es ahí cuando más echas de menos la
mano de alguien para saber que aunque no haga nada, aunque no calme tu dolor,
está ahí, a tu lado, y es entonces cuando puedes descansar.
Ha sido una mañana muy dura. Me he encontrado con la
muerte de frente y he notado como se le escapaba la vida cada segundo…cada vez
que intentaba respirar, cada sollozo, cada vez que me apretaba la mano.
Casi sin asimilarlo y medio en shock, me he subido
al tejado y sentada en una esquina me he parado a respirar, a ver a la gente de
la calle, a palpar vida otra vez.
Una vez leí, que Kallighat es el lugar donde las
lágrimas de los que mueren y las lágrimas de los que buscan se encuentran.
Me gusta mucho pensar eso. Creo que todo el que
llega a Calcuta está buscando algo, ya sea conocerse a sí mismo, ayudar o ser
feliz,… y al final lo encuentran en aquellos que en teoría no tienen nada que
dar porque su luz se apaga, pero antes de morir, es cuando encienden las luces
de otros.”
¿Qué crees que es lo
que más te ha aportado tu voluntariado a nivel personal?
Yo descubrí que
dándome a los demás me sentía bien. Me di cuenta de lo que era SER FELIZ en
mayúsculas, feliz de verdad. Aprendí a dar importancia a las cosas que lo
merecen. Aprendí a querer, y me llevé conmigo la mayor lección de mi vida.
Calcuta se ha convertido en uno de esos capítulos de mi vida de los que no
puedo prescindir, es un pilar en mis valores. Calcuta, su gente, sus sonrisas,
son parte de mi vida. Paradójicamente se
supone que tú vas a ayudar, pero realmente tú eres el más ayudado.
Elena y un joven indio. Fotos por cortesía de la propia Elena. |
Cuando dicen que la
India cambia a las personas, no significa que dejes todo, te vayas al otro lado
del mundo y que por ponerte a ayudar te conviertas en una especie de santo. Lo
más importante es llegar a entender que la gente de aquí vive así toda su vida
y es plenamente feliz. Y no es porque no conozcan otra cosa, es porque no lo
necesitan. Me han hecho plantearme que realmente vivimos en un mundo donde poco
a poco la sociedad nos va imponiendo un cierto status para ser algo o alguien y
nosotros mismos nos vamos creando problemas y disgustos por cosas que nos
parecen vitales, pero al llegar ahí, al desprenderte de todo, descubres que no
te hace falta nada más que lo básico. Aprendes a valorar los pequeños detalles
de la vida.
No creo que la
solución para ser feliz, sea llegar a tu ciudad y cambiar tu modo de vida,
dejar todo lo que estás acostumbrado y vivir como esta gente… Pero sí creo que
debemos reflexionar sobre la idea de vivir plenamente y aprender a ser felices.
El problema es: ¿qué es ser feliz para cada uno?
¿Lo repetirías?
Por supuesto. De
hecho tres años después de mi primer viaje a la India, lo volví a repetir.
Una pregunta que me
suele hacer mucha gente es: ¿si has sido tan feliz, por qué nunca te has
planteado dejarlo todo e irte ahí? Le he dado muchas vueltas, pero creo que por
una suerte aleatoria me ha tocado nacer en esta parte del mundo, y lo “fácil”
para mí sería dejarlo todo e irme. Sin embargo, en esta parte del mundo donde
nos creemos tan desarrollados, nos queda mucho por aprender.
Una vez en España,
uno de esos días que me encontraba dándole vueltas a esta idea, decidí escribir
la última página de mi diario. La titulé Post Calcuta: vuelta a la realidad
Y escribía esto:
“No negaré que la vuelta ha sido difícil. No negaré
que me he sentido descolocada, que he tenido días de fuertes emociones, que he
odiado este nuestro mundo y deseado volver a mi Calcuta. Tampoco negaré que
añoro tantas caras, esa especial rutina, la paz de Mother House y sus sisters.
Hubo días en los que me negaba a aceptar mi realidad:
nuestras caprichosas necesidades, nuestras ridículas conversaciones y vagas
quejas. Me he sentido muy fuera de lo que era mío, como una pieza que no
consigue encajar en el puzle de su vida.
Me he sorprendido incluso intolerante ante la crisis y
dramas de occidente en posesión de una realidad más auténtica y verdadera.
Sin embargo, me he percatado de que no puedo rechazar
donde vivo, ni pensar que sólo en Calcuta uno es feliz. Ha sido mi experiencia
más increíble y enriquecedora a día de hoy, y debo aplicar aquí todo aquello
que he aprendido de la vida y de mí misma. Intentar encontrar mi Calcuta en casa,
porque como decía la Madre Teresa, “Calcuta está en todas partes”, no hay que
irse lejos para encontrar a gente necesitada que requiere de nuestro tiempo,
cariño, cuidados, alegría y sonrisas.”
¿Lo recomendarías?
Sin dudarlo. Cuando
se lo cuento a la gente de mi alrededor, mucho me contestan que Calcuta no está
hecha para ellos…, yo no les miento, es cierto que las condiciones son extremas
y que se viven situaciones muy duras. Sin embargo, creo que muchas veces
infravaloramos nuestras capacidades de superación, y que en condiciones
extremas somos capaces de crecer. Yo ahí he descubierto lo que es ser feliz, y
¿cómo no se lo voy a recomendar a la gente que quiero?
De todo aquello que
aprendiste allí, ¿crees que hay algo que nosotros, los occidentales, deberíamos
aplicar a nuestras vidas?
En Calcuta “he
visto gente que es feliz.
El hombre feliz en occidente es una especie en extinción, pero aquí hay gente
que es plenamente feliz. Gente que no tiene de nada y lo tiene todo. Se les ve
en los ojos, en la sonrisa, en la mirada, en la forma de hablar, de tocar, de
querer. Desbordan dulzura de la buena.
Ahora parece que la
gente demanda conocer la cara oscura, pero la India es increíblemente bella,
Calcuta es el cielo donde la gente muere con dignidad, felicidad y serenidad y
los niños sonríen y juegan. Soy consciente de que a Calcuta fui por un tiempo
limitado y que no es mucho lo que podía aportar, pero una cosa es cierta, y es
que la cantidad de valores y enseñanzas que recibí son el mejor regalo que me
llevo. Si tuviera que quedarme con algo, me quedo con sus sonrisas.
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