El rincón de las tablas: Autobiografía de un Yogui, de El Brujo

Rafael Álvarez 'El Brujo' en un momento de la obra

"Me he perdido, de verdad se lo digo, pero desde que practico yoga, todo me da igual". Pocas personas serían capaces de arrancar una sonora carcajada desde el escenario haciendo gala de semejante desparpajo. Pero Rafael Álvarez "El Brujo" no es cualquiera, y a sus 68 años, y tras toda una vida sobre las tablas, lo mismo hace llorar de la risa a todo el teatro que hace que se le encoja el corazón. "Si hubiese hecho caso a mis profesores de arte dramático, ahora no estaría aquí, estaría trabajando en La Caixa", ironiza sobre el escenario.

Ayer, los asistentes al Teatro Cofidís de Madrid pudimos asistir a una lección magistral de arte dramático de la mano de 'El Brujo'. La adaptación de 'Autobiografía de un yogui', que salió de la pluma de Paramahansa Yogananda, el gurú que trajo el yoga a Occidente, no era una tarea sencilla. Sin embargo, aderezado con risas, la cosa entra mucho mejor.

La obra oscila entre lo místico y lo jocoso, todo hilado de tal manera que te mantiene pegado a la butaca. La vida de Yogananda, adquiere un nuevo significado cuando 'El Brujo' la intercala con divertidísimas anécdotas de su infancia en Torredonjimeno, con el cura de su pueblo y Amperio el electricista. 'Autobiografía de un yogui' es, sin duda, una obra de contrastes, un viaje entre lo más místico y lo más terrenal, que demuestra que lo filosóficamente complejo también puede estar hecho para el viandante normal y corriente, y que es posible entrar a la sala sin tener la más remota de quién es Yogananda y salir con las manos rojas de tanto aplaudir y la cabeza inmersa en los grandes temas filosóficos. Porque sí, se puede hacer una obra para pensar y reír tanto como para que se te salten las lágrimas. 

En lo que a interpretación dramática se refiere, he de decir que El Brujo es sublime. La cadencia del texto, perfecta. La naturalidad en la interpretación, de 10. Y en cuanto a la ejecución, no puedo sino felicitarle. Entre chascarrillos y digresiones (que hay muchas pero que nunca parecen suficientes), el actor nos transporta con un lenguaje de lo más cinematográfico a Jaén, a Bengala, a Calcuta, al Himalaya o donde haga falta casi sin esfuerzo. Digo casi porque la maestría que hay que tener para conseguirlo es importante cuando uno está solo sobre el escenario. El Brujo la tiene sin lugar a dudas. Entre anécdota y anécdota, la obra se alargó media hora más de lo previsto, pero absolutamente nadie salió del teatro hasta que El Brujo hubo terminado la representación. Y seamos sinceros, para conseguir eso, hoy en día, hay que tener mucha magia.