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Me gustaría compartir con vosotros algo que, tengo la sensación, les ocurre a muchos 'devoralibros' como yo: cuando leo un libro, no solamente deslizo mis ojos por las palabras, sino que, de alguna manera, vivo la historia que estoy leyendo.
Para explicarme mejor, citaré a mi profesor de filosofía del colegio. En una ocasión, no recuerdo a cuento de qué, nos contó que, cuando estaba dando a un determinado autor para preparar a sus alumnos de bachillerato para la Selectividad, no se limitaba a explicarlo sino que, en cierta manera, se convertía en ese personaje y se volvía un poquito aristotélico, un poquito kantiano o un poquito agustiniano. Ciertamente a mi (y sospecho que a muchos lectores) les pasa exactamente lo mismo. A menudo me he sorprendido adoptando una actitud un poco 'beat' mientras leía a Kerouac, un poco mística cuando leía El dios de las pequeñas cosas o echándome un poco más de eyeliner tras leer a Caitlin Moran.
Estoy convencida de que no he sido la única que, de pequeña, al terminar Matilda, se esforzaba y esforzaba por lograr mover objetos con la mente o que, cuando acabó Harry Potter se ha sorprendido a sí misma pensando ¿qué haría tal o cual personaje ante esta situación?. Seguro que hubo alguien más que mientras leía la saga Crepúsculo buscaba incansablemente encontrarse con apuestos vampiros vegetarianos que le llevasen por los árboles porque, si, era 'Team Edward' total.
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Soy una firme defensora del poder transformador de la literatura y creo que la magia de un libro radica precisamente en eso, en que siempre se nos queda un trocito de él pegado al alma. Tendemos a creer que, si una novela no no ha tenido un éxito resonado, no es buena y, por lo tanto, no merece la pena leerla. Yo creo que no es verdad. Un libro en el momento adecuado puede resultar más curativo que siete paracetamoles juntos, puede animar a una persona a cambiar su vida por completo, a recomponerse o a valorar lo que tiene. Cualquier libro lleva el alma de aquel que lo escribió, contiene un mensaje que puede estar más o menos a la vista, que puede ser más o menos directo. Pero siempre hay algo ahí, en el fondo, que nos toca el alma. Yo, en concreto, recuerdo que hace mucho tiempo escribí en la parte de atrás de un CD que colgué en la pared una frase de un libro de Alessandro D'Avenia que me marcó en cuanto la leí y no quise olvidar nunca:
La belleza en la vida es imperfección
Con esto no quiero, ni mucho menos, decir que no haya libros que haya odiado a muerte. Apenas conseguí avanzar más de un par de capítulos de Plenilunio, de Antonio Muñoz Molina, y pedí amablemente a mis compañeros de clase que adoptaran La conjura de los necios porque no soportaba tener que ver ese libro mancillando mi estantería. Tampoco he podido con El alquimista, ni con La colmena y, aunque me aseguraron que El retrato de Dorian Grey es un libro excepcional, lo dejé a medias. Los libros que he cogido de la biblioteca y que he devuelto después de haber leído apenas un par de capítulos se cuentan por decenas. Desde aquí pido disculpas por semejante declaración a todas aquellas personas que se terminan los libros aunque los odien a muerte (sé que en el fondo, despreciáis a los que los dejamos a medias y esa enemistad perdurará por los siglos de los siglos) pero soy débil y no puedo aguantar semejante el sufrimiento.
Los libros, al fin y al cabo, son como las personas. No podemos pretender que absolutamente todas nos caigan bien, pero, al final, de cada una de ellas acabaremos aprendiendo algo.
¡Hasta la próxima aventura!
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