Arthur Rimbaud, en una fotografía hecha por Étienne Carjat |
No se equivocaba. Rimbaud llevaba escribiendo desde los ocho años. Y es que la corta existencia del poeta había sido de todo menos alegre. Nació en la pequeña localidad de Charleville, al norte de Francia, en 1854. Su nacimiento fue fruto de la infructuosa relación que mantuvieron Frédéric Rimbaud, un capitán de infantería, y Vitalie Cuif, una provinciana que conoció al capitán por una de esas casualidades de la vida. La pareja estaba condenada al fracaso prácticamente desde el principio. Tras casarse en 1853 las visitas del señor Rimbaud a casa prácticamente se podían contar con los dedos de las manos, hasta que, tras el nacimiento de su quinta hija en 1860, el coronel se marchó para no volver, dejando destrozada a una Vitalie que prefirió declararse viuda antes que abandonada. Inflexible, rígida y seria, logró ganarse el odio y el desprecio del joven Rimbaud, que se refugió en sí mismo para olvidar la triste realidad que le rodeaba.
En 1865 entró en la escuela de Charleville, donde rápidamente destacó por sus enormes capacidades intelectuales, y, de paso, obtuvo varios premios de literatura. Allí fue donde conoció a George Izambard, que se convertiría en su mecenas, maestro y amigo. Pero en casa, el ambiente empezaba a estar cada vez más tenso tenso y el joven Arthur sentía que se ahogaba en una localidad tan pequeña. Soñaba constantemente con ir a París, y, decidido a lograrlo, trata de escapar de casa de todas las maneras posibles, ya sea en tren o incluso andando. Desaparecía durante días y semanas enteras, e incluso llegó a ser detenido en una de estas fugas. Nada era suficiente para él. Empezó así a contactar con el grupo parnasiano, que defendía la perfección formal de la poesía y su belleza estética, como reacción al excesivo sentimentalismo de un romanticismo que se tornaba antiguo y decadente.
París, Verlaine y el alcohol
Pero, pasado un tiempo Rimbaud, cansado, empezó a criticarlo todo: el Romanticismo, el Parnasianismo, incluso a Izambard… Solamente la poesía de Verlaine era digna de su admiración. A él le envió varias cartas con sus poemas y trató de convencer por todos los medios de que le acogiese en París. Verlaine, impresionado por los poemas de un chaval que decía tener tan solo diecinueve años (aunque en realidad dieciséis), le invita a que vaya a París y le acoge en su casa, junto con su mujer. Cumplido su sueño, el pequeño Rimbaud llega dispuesto a revolucionar París, la poesía, a los poetas, e incluso la vida de Verlaine. Aquel chiquillo de ojos azules y mirada triste y penetrante no estaba dispuesto a dejar títere con cabeza, y no lo hizo.
Paul Verlaine, poeta parnasiano y amante de Rimbaud |
De la mano de Varlaine, su poesía fue evolucionando. Así, Rimbaud profundizó en su propio yo y alcanzó su propio estilo: oscuro, escatológico, sexual, crítico, irónico, y, ante todo, personal. Porque Rimbaud no estaba interesado en que nadie le comprendiese. No quería ser objeto de compasión. Es más, él se reía de la compasión. Se reía de la pena, del amor, del odio y de cualquier cosa que se le pusiese por delante. Destrozaba todo lo que se le ponía a su paso. Porque tal y como escribiría posteriormente al comienzo de su obra más conocida, Una temporada en el infierno: “Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié.”
La situación se hizo insostenible para la joven esposa de Verlaine. Harta del comportamiento rebelde y descarado del chiquillo con el que tenía que compartir techo, no tardó en obligar a Verlaine a echar al joven de la casa. Todo ello tras múltiples peleas y episodios de violencia que desencadenó Varlaine contra su mujer y su hija recién nacida. Todo aquel desastre era culpa de Rimbaud, y nadie podía ponerlo en duda. Pero, pese a lo que cabría de esperar, el joven no cesó su vida de alcohólico, drogadicto y vagabundo. Fue pasando de casa en casa, acogido por los poetas del círculo parnasiano, pero en todas ellas le acabaron invitando a marcharse. Y tras herir al fotógrafo Étienne Carjat con una vara metálica, Varlaine pensó que lo mejor sería que el joven volviese a Charleville.
Una temporada en el infierno
Pero el vínculo que unía a Rimbaud y a Verlaine no se aflojó pese a la vuelta a casa del joven. Verlaine seguía fascinado por Rimbaud, obsesionado con el muchacho. Y Rimbaud, por primera vez, había encontrado algo que se asemejaba a la felicidad. Siguieron escribiéndose continuamente, y al final, ambos decidieron marchar hacia Londres. Viajaron. Viajaron mucho. Y bebieron en abundancia también. Pero la relación se acabó deteriorando y Verlaine decidió que tal vez lo mejor sería volver con su mujer. Dispuesto a ello, se fue a Bruselas, donde se encontró con ella, con su madre, y con Rimbaud. A punto de regresar a París, Rimbaud consiguió convencer a Verlaine de que volviese con él. Y viajaron de nuevo. Y de nuevo, volvieron a beber. Y fue así, tras haber bebido, cuando en una discusión Verlaine disparó en la mano a Rimbaud. Atónito a la par que dolido, el joven denunció a Verlaine, que fue detenido y enviado a prisión, acusado de ser homosexual.
Rimbaud regresó a Charleville donde se encerró a escribir Las iluminaciones y Una temporada en el infierno, una de las obras pioneras del simbolismo, que asombró tanto a la madre de un Rimbaud (que ahora contaba con diecinueve años) como a las pocas personas que leyeron el manuscrito, del que no entendían apenas nada.
África y la ruptura definitiva
En 1875, Rimbaud se reencuentra con Verlaine, convertido ahora al cristianismo. Hablaron mucho, se contaron todo y, tal y como Rimbaud relató en una de sus cartas “A las dos horas ya había renegado de su Dios”. Volvieron a beber como en los viejos tiempos. Y, de nuevo, discutieron como acostumbraban a hacer hace un par de años. Y tras una pelea en la que Verlaine acabó inconsciente y tirado en una cuneta, Rimbaud se marchó y no le volvió a ver nunca más.
Arthut Rimbaud en África |
A los veintiún años, Arthur Rimbaud dejó de escribir. Ya había dicho todo lo que le tenía que decir al mundo, y ya había revolucionado y cambiado todo lo que tenía que cambiar. Solamente le quedaba enriquecerse, algo que hizo traficando con armas, esclavos y marfil en el corazón de África. Vivió rápido, murió joven y, a los 31 años, un tumor en la rodilla, hizo que aquel pequeño genio dejase al mundo un bonito cadáver.
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